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Lourdes, un lugar especial

 


Cuando se acercaba este año mi viaje a Lourdes, alguien me propuso anotar algunas de mis vivencias, sensaciones, experiencias, sentimientos… Lo pensé y al final puse en la maleta un pequeño cuaderno en el que escribir algo, que no utilicé por falta de tiempo, ya que los voluntarios vamos a Lourdes a trabajar con los enfermos, no a escribir.

La salida de la estación ya emociona: subir a los enfermos al tren, acomodarlos y ver la alegría en sus miradas cuando dicen "un año más que vamos a ver a la Virgencica". Y esto a pesar de que para ellos el trayecto no es muy cómodo; son trece horas de viaje en un tren regional. Pero lo que les falta en comodidad lo cubren con ilusión.

Una vez en ruta me gusta pasear por los vagones y saludar uno por uno a todos ellos. ¡No os podéis imaginar cómo lo agradecen! ¡Qué sonrisas, qué miradas! En realidad son ellos los que me están ayudando a mí.

Tras un trasbordo en Irún a los autobuses, seguimos viaje otro buen rato. Pero este tramo se nos hace más corto porque cada vez estamos más cerca. Según nos vamos aproximando todos llevamos un nudo en la garganta, sobre todo cuando alcanzamos a ver la basílica, la gruta y el río entre los árboles.

Ya en Lourdes, nada más dejar las maletas en el hotel, vamos rápidamente a la gruta. Todos tenemos muchas ganas de llegar a la entrada del recinto. Allí siento una gran paz dentro de mí. Es otro mundo. Y cuando estoy delante de la Señora, como nosotros la llamamos, es tal la emoción que no puedo reprimir las lágrimas. Impresiona ver gente de tantos países y tantas razas juntos, todos con el mismo sentimiento, y comprobar que nos entendemos con el mismo idioma: la sonrisa.


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En Lourdes se viven experiencias muy intensas. He traído un saco lleno, pero quiero contar una muy sencilla en la que se aprecia lo especial que puede llegar a ser Lourdes. El primer acto que tuvimos fue la presentación. Mientras pasábamos a los enfermos, en el silencio de la gruta solo se escuchaba el murmullo del río, y en esa paz se empezó a oír un leve quejido. Resultaba un poco inquietante. No lo volví a escuchar hasta el acto siguiente. La segunda vez ya no me pareció un quejido. Ahora, en cambio, me resultó bastante agradable, un sonido más dulce. Os aseguro que en los actos que siguieron yo esperaba ese sonido y lo empecé a escuchar como un canto angelical, pero no podía localizar la procedencia. Me resultaba tan agradable que pensé que el ser que lo producía no podía estar sufriendo.

Tenía que enterarme de dónde venía y pregunté hasta que lo descubrí. ¡Con razón me resultaba tan agradable! Delante de mí estaba el "ángel" más hermoso que podáis imaginar. Se llama Rubén y es un niño rubio con los ojos azules más bonitos que yo he visto jamás. Resultó ser un niño autista que venía en nuestra Hospitalidad por primera vez y que viajó en distinto transporte al mío. Por eso no lo conocía.

Este es uno de los miles de pequeños milagros que cada día se dan en Lourdes. No necesito ver cómo un impedido se levanta de su silla de ruedas y se pone a andar. La sonrisa de un enfermo cuando estoy cansada, ya es un milagro. El señor mayor que me coge la mano y me da un caramelo, es un milagro. El beso de uno de los niños de la Cruz Blanca -enfermos mentales- es un milagro. El saludo de una persona de otro país, sin hablar, es un milagro. Rubén es un milagro.

Lo que se vive en Lourdes no se olvida jamás. Son sensaciones que se graban para siempre. Lourdes, para mí, es el milagro…


Sacra
Hospitalidad de Lourdes