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LA MÚSICA NOS HUMANIZA

 

¿Te imaginas que un día, de repente, así, sin más, ya no hubiera música?

En un frío mundo imaginario sin música, te levantarías rodeado de un incómodo silencio matutino sólo interrumpido por el primer boletín de la mañana, o un áspero rumor de máquinas y cláxones en la calle. No podrías sentirte el mejor cantante del mundo bajo la ducha, ni tararear melodías con una sonrisa pilluela en el camino hacia la universidad o hacia el trabajo, mientras andas por la calle, circulas en el metro o esperas pacientemente en la parada del autobús, ni la música endulzaría en tu coche atascos interminables y largos viajes. Tomar algo en un bar con tus amigos sólo sería un diálogo con interferencias de decenas de conversaciones cruzadas, sin ese agradable fondo de canciones que se funden envolviendo palabras, risas y sentimientos. Dar una fiesta en tu casa sería de lo más aburrido, sin discos que curiosear, ni posibilidad alguna de desmelenarse y desencajar los huesos sobre el parqué. En las fiestas populares ya no habría orquestas ni baile, ni coros ni danzas, ni existirían festivales de verano, conciertos, discotecas ni salas de baile porque nada habría para escuchar ni bailar.

En ese árido páramo irreal sin música, nunca más escucharías cantar a niños y niñas como pajarillos en el patio del “cole”, ni a tu madre mientras hace con cariño alguna tarea de la casa o a tu padre cuando se afeita o sube de hacer la compra, ni a tu hermana o a un amigo cuando miran con su mejor sonrisa la foto del póster preferido de su habitación. No habría canciones que comprar en discos ni descargar en MP3 para alegrarte la vida mientras trabajas, estudias o, simplemente, paseas. Ceremonias, ritos y celebraciones de todo tipo, jocosas o no, desde la más solemne y religiosa hasta la más sencilla y profana, perderían su magnificencia y color, huérfanas de melodías, voces e instrumentos que enaltecieran en los espíritus y los corazones de todos los presentes una noble idea común. El inmenso placer de aprender a cantar y a tocar no existiría, así es que cientos de miles de pianos, violines y tantos otros instrumentos yacerían moribundos aplastados en vertederos, olvidados en sótanos oscuros y billones de partituras serían pasto de las llamas. Tus recuerdos dejarían de teñirse indisolublemente de notas como lo hacen ahora: la canción del verano en la playa, el tema de aquella hermosa película, el disco que escuchabas cuando necesitabas quedarte soñando a solas, la melodía que aún te hace temblar imaginando el roce de su cuerpo…


La música vive bajo nuestra piel desde el latido mismo de nuestros corazones e impregna una abrumadora mayoría de nuestros impulsos mentales y afectivos. Si el hombre es un ser racional, no es menos cierto que el hombre es un ser musical. Hay parámetros de la música tan importantes para nuestra concepción del mundo que ya han entrado a formar parte del lenguaje básico para expresar nuestra realidad cotidiana.

Así, perseguimos sin cesar la armonía mental en nuestras vidas huyendo de ritmos acelerados que desconciertan el equilibrio natural de nuestros “biorritmos”, y atribuimos la elegancia en las personas a la armonía de sus formas y a la cadencia justa y mesurada en la expresividad de sus movimientos. Preferimos el buen tono en nuestra forma de saludar y de dirigirnos los unos a los otros, porque el mal tono siempre origina disputas e infelicidad. Y tenemos claro que todas aquellas cosas que nos parecen erróneas o injustas nos suenan mal, mientras que las palabras amables en la tristeza, los buenos consejos ante la duda, las ideas nobles y positivas ante los problemas nos suenan a música celestial. Incluso recriminamos la falta de creatividad, innovación o flexibilidad de nuestros conocidos cuando nos vienen “siempre con la misma canción”. Esa armonía es también un valor esencial en las relaciones humanas: entre las personas de una familia, los vecinos de un barrio, los habitantes de una ciudad o de un país entero. La sintonía es fundamental entre los diferentes miembros de un grupo humano que colabora solidariamente como un equipo para lograr un objetivo. Y sólo con el acuerdo –la expresión armónica del acorde musical llevado al mundo de las ideas– de todos los instrumentos, respetando la intervención que corresponde a cada uno, y con un desarrollo mesurado fruto del ritmo acompasado de los acontecimientos, es posible concertar a las diferentes naciones para no sembrar la discordia y el desconcierto (¡qué diferentes serían muchas cosas si los políticos conocieran y amaran de verdad la música…!).

La música cumple diferentes y muy importantes funciones en el mundo de los seres humanos. La más inmediata es su función afectiva, ya definida en la antigua Grecia, derivada de su extraordinaria influencia en nuestro estado anímico, que la lleva, a veces con apenas unas notas o un simple ritmo, a sumirnos en una profunda melancolía, hacer aflorar al máximo nuestra sensualidad o provocar en nosotros la euforia más irrefrenable. Su poder de atracción –casi hipnótico, como cierto cuento sugirió a propósito de un célebre flautista– es ilimitado, y no hay ser humano que, inconscientemente, no ralentice su marcha o distraiga sus pensamientos al oír salir música de un balcón, ni pueda evitar pararse a escuchar, siquiera unos segundos, al violinista, saxofonista, guitarrista o cantante que nos regala sus notas en la esquina de una plaza o en una estación del metro. Los niños permanecen embelesados ante cualquier manifestación musical, su cuerpo comienza a danzar instintivamente, y el bebé más enfadado acaba sucumbiendo ante el dulce encanto de una nana. La mayoría de nuestras experiencias vitales se vinculan a la música, hasta el punto en que la simple escucha de determinada melodía puede desencadenar en nosotros un torrente de recuerdos de una tarde, un verano, una persona, a veces de toda una época de nuestra vida.
Pero el ser humano sólo alcanza su plenitud en sociedad y, también en esa dimensión, la música se muestra omnipresente. En las primeras sociedades, todos los miembros participaban en el desarrollo de ritmos, cantos y danzas en sus reuniones y celebraciones para canalizar y afianzar el espíritu de la comunidad y asentar su identidad a través de costumbres convertidas en tradición. No hay momento que cualquier civilización haya considerado importante o digno de mención en su historia que no se haya sellado con manifestaciones vinculadas a la música, cada vez más diversificadas y complejas. Por su parte, en la mayoría de las religiones, el canto y la música constituyen un camino directo como ninguno para entrar en contacto con la divinidad. Paralelamente, las celebraciones populares se han ligado inseparablemente a la música a lo largo de los siglos, de modo que para todo ser humano el concepto de “fiesta” lleva inmediatamente a pensar en ella: danzas tribales en círculo; juglares, cómicos y dulzainas; charangas y pasacalles; grupos de músicos y bailarines de todo estilo y condición; bailes, verbenas, conciertos, festivales… incluso interminables sesiones de karaoke.
Su destacado papel le otorga la condición de elemento y vehículo cultural, pues su consideración para la comunidad es tan elevada que raro es el pueblo de la Tierra que no haya desarrollado al menos un instrumento, una forma musical, un tipo de danza, una secuencia rítmica, melódica o armónica característicos e identificadores de su cultura. Músicos y bailarines que alcanzan la máxima sensibilidad y técnica en sus respectivos estilos han sido, son y serán ensalzados y adorados como semidioses, y sus composiciones e interpretaciones hacen crecer sin cesar el patrimonio cultural de todo el mundo, de donde cada individuo bebe sediento cada día según sus gustos y preferencias, porque la música y la danza figuran, junto al teatro y la pintura, entre las formas de expresión artística más antiguas y universales que el hombre haya podido desarrollar para enriquecer y ennoblecer el alma humana.

Y, con todo, la música tiene aún en nuestra sociedad otra función, probablemente más importante que todas las demás: su función educativa. Ésta ha incrementado su presencia a lo largo del tiempo pero, paradójicamente, ha ido progresivamente quedándose atrás con respecto a las verdaderas necesidades de nuestra sociedad, hasta llegar a la encrucijada en la que actualmente se encuentra: cómo adaptar sus planteamientos tradicionales para dar respuesta a los objetivos de una sociedad moderna. Sobre ello hablaremos en el próximo número.


Marcelo Beltrán Romero es profesor de música y director musical del “Taller de montaje de espectáculos didáctico musicales” (Escuela de Magisterio de Albacete).

Guillermo González del Pozo es profesor y director de escena del mismo taller.


 

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