SER Y TENER
Ser y tener es el título de una película de origen
francés dirigida por Nicolas Philibert en el año 2002. En ella
se nos muestra el día a día de un maestro en una escuela rural
de la campiña francesa. A través del formato documental y con
un ritmo sereno, pausado, asistimos a la lección magistral, que dura
todo un curso, de cómo la escuela puede llegar a ser un lugar de encuentro,
de diálogo, en el que los alumnos aprenden mediante la experiencia, el
descubrimiento y el trabajo. Para ello resulta fundamental la acción
del maestro, que se convierte en un guía, en una especie de gestor de
intereses y voluntades empeñado en solucionar los conflictos –exter-nos
o internos– que, de forma espontánea, afloran en los alumnos para
que todo confluya armoniosamente y se produzca así, de forma natural,
el avance, el progreso, el aprendizaje.
Es cierto, sin embargo, que comparada esta situación con la realidad
de la inmensa mayoría de entornos educativos actuales –principalmente,
los de las grandes ciudades– resulta excesivamente idealizada. La escuela
es una casita en medio del campo, más parecida a un templo zen que a
uno de los actuales bloques de hormigón en los que instalamos a los niños
apara que aprendan.
El maestro, como él mismo confiesa en algún momento
de la película, ha elegido su trabajo por vocación y, quizá
por eso, lo practica con abnegación, con entrega absoluta. Los alumnos,
durante las clases, permanecen en silencio y concentrados en realizar la tarea
que el profesor les asigna, como si no fuesen de este tiempo o como si alguien,
después de quitarles todos los chismes tecnológicos que suelen
llevar encima, les hubiese obligado, además, a ingerir un tranquilizante.
El aula está dotada de todo tipo de materiales educativos. Los padres
se implican en la educación, entrevistándose con el maestro si
es necesario y sentándose con sus hijos a hacer las tareas cuando terminan
su jornada laboral… En fin, el que conozca un poco la realidad actual
de los centros de enseñanza y vea esta película tendrá,
seguramente, la sensación de que una cosa no se parece a la otra.
De un tiempo a esta parte han comenzado a trascender a la opinión pública
ciertas realidades presentes desde hace ya mucho en los centros educativos.
Se relacionan, en su mayor parte, con la violencia ejercida por grupos minoritarios
de alumnos respecto a sus profesores o a sus mismos ompañeros. Como consecuencia
de ello parece que se está generando un debate en torno a lo que la enseñanza
debe ser en la sociedad actual.
Llevo algunos años trabajando como profesor. No muchos todavía, pero sí los suficientes para haber perfilado algunas ideas que me gustaría exponer por si alguien quiere tenerlas en consideración. Al margen de problemas específicos del gremio, que los hay, quisiera centrar mi reflexión en otras cuestiones más relacionadas con la sociedad actual y la función que la educación desempeña en ella.
Los últimos treinta años han supuesto un cambio profundo en nuestro país y en nuestro sistema educativo. Al lado de indudables avances, se ha producido también durante este tiempo el abandono de algunos aspectos muy valiosos de nuestra tradición, que podrían haber sido aprovechados adaptándolos a la nueva realidad social. Hemos dejado a un lado, por considerarlos desfasados, valores que, a los que ya tenemos una cierta edad, se esforzaron en enseñarnos nuestros padres y que ellos, a su vez, seguramente habían aprendido de los suyos. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a la importancia del trabajo bien hecho (“hay que cumplir en el trabajo” o “hay que ser formal”, nos decían); a la obligación de ser honrado, y de parecerlo (“que no me tengan que decir a mí…” nos repetían); a la necesidad de respetar y hacer caso a las personas mayores o al valor del compañerismo. Todas estas ideas estaban presentes en la inmensa mayoría de los hogares de la España de hace treinta años pero, ¿dónde están ahora? ¿quién las recuerda? ¿quién las pone en práctica?
La educación no puede escapar al ambiente general. Ni
los alumnos, ni sus padres, ni los profesores podemos abstraernos de una sociedad
en la que vales por lo que tienes, o por lo que aparentas. La ostentación,
el poder de los objetos y la prisa se han instalado en nuestras vidas. Nos vemos
azuzados, incansablemente, por el ansia de tener, de poseer. Fundamentamos nuestra
autoestima y nuestra vía de inserción social en el brillo de las
cosas materiales. Aunque nos ocurre una y otra vez –con objetos, con personas,
con ideas– acabamos siempre olvidando que ese brillo dura poco, que se
extingue irremediablemente. Pero entonces surge un nuevo deseo, refulgente,
maravilloso, incomparable. Y volvemos a poner todo nuestro empeño en
alcanzarlo. Y cuando ya lo tenemos observamos asombrados, estupefactos, que
comienza a dejar de interesarnos, que ya aspiramos a alcanzar otro. Así
transcurre nuestra vida: persiguiendo cosas inconsistentes, pasando de la ilusión
a la frustración en un movimiento pendular que nos mantiene en un estado
de permanente ansiedad. Es esta ansiedad, aún sin quererlo, la que muchas
veces, como padres y como profesores, transmitimos a los más jóvenes.
Pero hay realidades que no están sujetas a mudanza ni al capricho de
nuestra mente. No hace falta ser un místico, ni practicar una religión
oriental, para reconocerlas y tratar de ponerlas en práctica. Me estoy
refiriendo a los valores humanos. Ser cada día un poco más amable,
un poco más responsable, un poco más trabajador. Respetar a las
personas mayores y aprender de ellas, porque siempre pueden enseñarnos
algo. Propiciar en nuestro entorno el encuentro y no la discordia. Llevar todo
ello a la práctica, esforzarnos cada día en ser un poco mejores
allí donde nos encontremos, en nuestro trabajo, con nuestra familia o
amigos.
Desplazar, en fin, la atención del tener al ser. Ocuparnos más
en lo que pretendemos ser, y no tanto en lo que deseamos tener, puede llenar
de sentido nuestra vida, puede hacernos verdaderamente felices. Mejorar como
personas puede resultar lo más rentable para nosotros y para los que
nos rodean. Y podría además hacer que nuestras acciones diarias
sirvieran de ejemplo a nuestros hijos, a nuestros alumnos, consiguiendo así
que las aulas, los centros de enseñanza, dejaran de asemejarse a fríos
recintos en los que se transmiten datos de manera casi impersonal para convertirse
en algo parecido a la maravillosa escuela rural que citaba al principio de este
artículo: un lugar de encuentro, de comunicación, de progreso
interior.
En conclusión, pienso que nada de lo que ocurre en las aulas es casual
o está desvinculado del resto del entramado social. Los alumnos son nuestros
hijos, los hijos del mundo que los mayores hemos creado para ellos. Muchas veces,
la mayoría, ellos únicamente repiten o imitan comportamientos
que observan a su alrededor. Esto no los exime de su responsabilidad, pero sí
debería servirnos a todos para plantearnos qué tipo de sociedad
estamos creando, qué valores estamos fomentando y si, realmente, exigimos
a los chavales actitudes y comportamientos que nosotros somos los primeros en
practicar.
Javier Gómez Torres
Profesor de Enseñanza Secundaria